EPÍSTOLA A LOS ACTORES
Compañeros, amigos. Habrá que empezar, no desde el principio porque nunca se sabe dónde está, ha estado o estará el principio. Se empieza siempre en medio: de unas vidas, de unos encuentros, de un cruce de cuerpos y de sueños lidiando con un texto que nada sabe de ellos, que duerme en un papel, indiferente.
Habrá que olvidar, ante todo olvidar cualquier cosa que creamos saber sobre el texto, sobre la historia, sobre nosotros mismos. Situarnos en la perplejidad, en la dificultad de llegar a comprender situaciones, palabras, personajes. A ver si poco a poco, con mucho trabajo, conseguimos llegar a un grado de ignorancia suficiente para huir del peligro de intentar ofrecer a los espectadores una clave que estuviera en nuestro poder o, en fin, una explicación cualquiera, no ya de un episodio histórico sino de los aspectos de la condición humana que vaya a acoger el escenario. Qué sabemos nosotros, mensajeros.
Trabajar con el autor tiene peligro: será celoso guardián de las palabras, que también él ha tratado de entender apenas, cuidando más que nada de que tengan, eso sí, un ritmo, un peso, una cierta potencia emocional. Habrá que atender a dejarlas fluir, prestándoles un cuerpo, una respiración, encrespándose, remansándose, hirvientes o ateridas, aullando o susurrando, con su fondo de silencio, con su invisible signo de interrogación siempre acechando.
Aludimos a una situación desconocida (en serio completamente desconocida para nosotros y para nuestros espectadores de 2008, fuera de datos en papeles, hipótesis de historiadores o aun impactos en muros). Aludimos, no representamos. No decimos en absoluto "así fue", y menos, como Goya, "yo lo vi". No lo vimos, no sabemos cómo fue. Conocemos el escenario y lo que pasa entre el escenario y la sala, sólo eso. Podemos suponer, a lo más, sobre todo confusión, desasosiego, rumores, caos. Y polvo, calor, viento, frío, nieve. Y hambre, pérdidas, enfermedad, duelo, furia, confusión, confusión.
Organizar con rigor la confusión, eso tendremos que intentar, de modo que la confusión no solamente no desaparezca sino más bien resulte más patente, se convierta en el motor principal de la percepción del conjunto. Eso requiere una gran libertad y una gran disciplina, llevadas ambas al extremo, hasta confundir sus límites.
Precisión que permita el desvarío. Cosa de locos, manía del detalle como supervivencia en la intemperie del sentido.
En fin, palabras, palabras. Qué poco hacemos con ellas. Qué haríamos sin ellas. Qué impaciencia ya por juntarnos, mirarnos, escucharnos, cuerpo a cuerpo. Pronto ya.
Salud.
Mariano
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